Tal vez no exista ser humano que se acerque más a la visión que tiene Dios de nosotros que una madre. Nos construye célula por célula, nos alimenta en cuerpo, mente y alma, nos lee como un libro abierto y a veces, trágicamente, también nos ve morir. Lilian (esa heroína griega que sostuvo al herido tanto tiempo, y que lo seguiría haciendo todo el tiempo que hiciera falta) me decía el jueves a la noche, entre el aroma dulce y doliente de las flores y una fila interminable de corazones apretados que no podían terminar de decír adiós: «Ustedes, los artistas, nos dejan su presencia para siempre». Dulces y dolientes palabras, aunque, en cierto modo, ciertas.
Gustavo trajo el don a esta tierra. Se lo habrán dado los ángeles o el propio Padre Creador, los genes o la metáfora que nos quede más a mano a cada uno. Pero que fue uno de los músicos más talentosos de nuestro país, es indudable para cualquiera con oído atento.
«Parecía Led Zeppelin!» Me decía Charly ayer, por teléfono, recordando una sesión de improvisación que habíamos hecho los tres, cuando planeábamos el disco juntos que no fue, Tango 3. Gustavo era explosivo, su guitarra disparaba colores y su voz cortaba el aire como una fina espada japonesa. Y en él vivía un compositor único: inspirado, sobrio, inteligente, de una elegante economía de recursos y una tremenda contundencia melódica. Hacía canciones que no podrían no haber existido. Ésa, creo yo, es la marca de un autor fuera de serie: sus obras parecen existir desde siempre.
La estética que propuso fue un salto cualitativo: el rock-canción en castellano llevado a un nuevo punto de sofisticación, pero sin perder de vista una efervescencia contagiosa, ritmos potentes, sonoridad impetuosa, letras de una poesía deliberadamente austera, fibrosa, ágil y sonora. Un nuevo paradigma, nada menos.
Hoy pesa la falta, las posibilidades que se esfuman, el libro de una vida que se cierra. ¡Pero queda tanto! Su legado es un árbol de raíces profundas y profusión de ramas. Ha dado fruto por más de 30 años, y lo seguirá dando en inspiración a las generaciones venideras.
«Nos deja su presencia para siempre.» Lo dice una madre que sabe lo que es llorar ausencia. Y Dios no podría hacer otra cosa que asentir.
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